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hebras doradas en la gorra, grecas e insignias en las bocamangas, y llevaba el pecho lleno demedallas.Aparte de todo, no era un tirano, ni siquiera un mal administrador. Tenía el buensentido de contener las vejaciones, las extorsiones y los abusos dentro de límites moderados,y tenía por el papeleo una vocación innegable. Ahora bien, como aquellos rusos erancuriosamente sensibles a la fascinación de los papeles (cuyo posible significado racional nohabían llegado a comprender), y parecía que amaban la burocracia con ese amor platónico yespiritual que no llega a la posesión y no aspira a ella, Rovi era tolerado con benevolencia,cuando no realmente estimado, en los ambientes de la Kommandantur. Además, estabaunido al capitán Egorov por un paradójico e imposible vínculo de simpatía entre misántropos:tanto el uno como el otro eran individuos tristes, compungidos, asqueados y dispépticos, y enmedio de la euforia general buscaban el aislamiento.En el campo de Bogucice me encontré con Leonardo, ya de médico acreditado yasediado por una clientela poco adinerada pero numerosa: venía, como yo, de Buna, y habíallegado a Katowice pocas semanas antes, siguiendo caminos menos intrincados que los míos.Entre los Häftlinge de Buna los médicos abundaban y muy pocos (prácticamente sólo los quedominaban el alemán o eran habilísimos en el arte de sobrevivir) habían podido hacersereconocer como tales por el médico jefe de los SS. Por lo cual Leonardo no había disfrutadode ningún privilegio: había soportado los trabajos manuales más duros y había sobrevivido suaño de Lager de manera extremadamente precaria. Soportaba mal el cansancio y el hielo, yhabía tenido que pasar por la enfermería infinitas veces, con edemas en los pies, heridasinfectadas y consunción general. Tres veces, en tres selecciones de enfermería, había sidoelegido para morir en las cámaras de gas, y las tres veces había escapado por la solidaridad delos colegas que tenían el mando. Y tenía sobre todo, además de buena suerte, otra virtudesencial en aquellos lugares: una capacidad ilimitada de aguante, un valor silencioso que noera connatural ni religioso ni trascendente, sino deliberado y había logrado una hora tras otra,una paciencia viril que lo sostenía milagrosamente en el límite del colapso.La enfermería de Bogucice se había instalado en la misma escuela que albergaba a laJefatura rusa, en dos salitas bastante limpias. Había sido creada de la nada por MarjaFjodorovna: Marja era una enfermera militar, cuarentona, que parecía un gato montés consus ojos oblicuos y agrestes, la nariz corta con agujeros horizontales, y movimientos ágiles ysilenciosos. Por lo demás, era de una tierra salvaje: había nacido en el corazón de Siberia.Marja era una mujer enérgica, brusca, desordenada y decidida. Encontrabamedicamentos en parte por las normales vías administrativas, cogiéndolos de los depósitosmilitares soviéticos, en parte a través de los múltiples canales del mercado negro, y también(y era así en la mayor parte de los casos) tomando parte activamente en el saqueo de losalmacenes de los ex Lager alemanes y de las enfermerías y las farmacias alemanasabandonadas, las provisiones de las cuales eran, a su vez, fruto de saqueos anteriores que losalemanes habían llevado a cabo en todos los países de Europa. Por ello, todos los días, laenfermería de Bogucice recibía suministros que no tenían un plan ni un método: centenas decajas de especialidades farmacéuticas con etiquetas e instrucciones sobre su uso en todas laslenguas, que tenían que ser agrupadas y catalogadas para el caso de que fueran necesarias.Entre las cosas que yo había aprendido en Auschwitz, una de las más importantes eraque a toda costa hay que evitar ser «un cualquiera». Todos los caminos están cerrados a losque parecen unos inútiles, todos están abiertos a los que ejercen alguna función, aun la másinsignificante. Por ello, después de haber hablado con Leonardo, me presenté a Marja y lepropuse mis servicios como farmacéutico políglota.
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Marja Fjodorovna me examinó con mirada penetrante y experta en sopesar machos.¿Era «doktor»? Sí, lo era, mantuve, ayudado por el equívoco de la fuerte confusión lingüística:la siberiana, en realidad, no hablaba alemán, pero (sin ser judía) sabía un poco de yiddish,aprendido Dios sabe dónde. No tenía un aspecto ni muy profesional ni muy atractivo, peropara estar en una rebotica tal vez podía servir: Maria se sacó del bolsillo un pedazo de papelmal doblado y me preguntó cómo me llamaba.Cuando a «Levi» añadí «Primo» se iluminaron sus ojos verdes, primero sospechosos,luego interrogadores y, por fin, benévolos. Pero éramos casi parientes, me explicó. Yo«Primo» y ella «Prima»: Prima era su apellido, su «familia», Marja Fjodorovna Prima. Muybien, podía darme trabajo. ¿Zapatos y traje? Pues no era un asunto fácil, hablaría con Egorovy con otros conocidos, quizá pudiera encontrarse algo. Garabateó mi nombre en el pedazo depapel, y al día siguiente me entregó solemnemente el «propusk», un pase de aspecto caseroque me autorizaba a entrar y salir del campo a cualquier hora del día y de la noche.Vivía en una sala con ocho obreros italianos, y todas las mañanas iba a la enfermeríapara cumplir mi tarea. Marja Fjodorovna me entregaba centenas de cajas variopintas paraque las clasificase y me hacía pequeños regalos amistosos: cajitas de glucosa (muy deagradecer); pastillas de regaliz y de menta; cordones de zapatos; a veces un paquetito de sal ode polvo para budines. Una tarde me invitó a tomar el té en su habitación y advertí que en lapared encima de su cama había ocho fotografías de hombres con uniforme: eran casi todosretratos de caras conocidas, es decir, de soldados y oficiales de la Kommandantur. Marja losllamaba a todos familiarmente por el nombre, y hablaba de ellos con sencillez afectuosa:hacía ya tantos años que los conocía, y habían hecho toda la guerra juntos.Después de algunos días, como el trabajo de farmacéutico me dejaba mucho tiempolibre, Leonardo me llamó para que lo ayudase en el ambulatorio. La intención de los rusos eraque éste se utilizase solamente para los huéspedes del campo de Bogucice: en realidad, comolos cuidados eran gratuitos y no requerían ninguna formalidad, se presentaban allí en buscade reconocimiento o medicamentos también los militares rusos, civiles de Katowice, gente depaso, mendigos, y personajes dudosos que no querían vérselas con las autoridades.Ni Marja ni el doctor Dancenko encontraban ningún reparo que oponer a este estadode cosas (Dancenko nunca tenía nada que oponer a nada, no se ocupaba más que de cortejara las muchachas con los divertidos gestos de un gran duque de opereta y, por las mañanastemprano cuando venía donde nosotros estábamos para hacer una rápida inspección, estabaya borracho y contentísimo); pero, sin embargo, unas semanas después Marja me llamó y conaire muy oficial me comunicó que «por órdenes de Moscú» era necesario que la actividad delambulatorio se sometiese a un control minucioso. Para ello yo tenía que llevar un registro yapuntar en él todas las noches el nombre y la edad de los pacientes, su enfermedad, y lacalidad y cantidad de las medicinas suministradas o recetadas.En sí mismo el asunto era sensato; pero era necesario ponerse de acuerdo en algunosdetalles prácticos, de los que hablé con Marja. Por ejemplo: ¿cómo comprobaríamos laidentidad de los pacientes? Pero a Marja le pareció una objeción sin importancia, «Moscú» nola pondría en duda. Emergió una dificultad más grave: ¿en qué lengua llevaríamos el registro?Ni en italiano ni en francés ni en alemán, que ni Marja ni Dancenko sabían. Entonces, ¿enruso? No, ruso no sabía yo. Marja se quedó pensativa y perpleja, luego se iluminó y exclamó:«¡Galina!», Galina podía resolver la situación.Galina era una de las chicas agregadas a la Kommandantur: sabía alemán y podíadictarle los interrogatorios en alemán, que ella traduciría al ruso inmediatamente. Marja
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mandó inmediatamente llamar a Galina (la autoridad de Marja, aunque de naturaleza no biendefinida, parecía grande) y así tuvo comienzo nuestra colaboración.Galina tenía dieciocho años, y era de Kazatin, en Ucrania. Era morena, alegre ygraciosa: tenía una cara inteligente de rasgos sensibles y menudos, y entre todas suscompañeras era la única que vestía con cierta elegancia, y que tenía hombros, manos y piesde unas dimensiones aceptables. Hablaba alemán discretamente: con su ayuda los famososinterrogatorios iban saliendo con gran esfuerzo tarde tras tarde, con un trozo de lápiz, en uncuaderno de papel grisáceo que Marja me había entregado como una reliquia. ¿Cómo se dice«asma» en alemán? ¿Y «clavícula»? ¿Y «dislocación»? ¿Y cómo se dicen estos términos enruso? A cada escollo léxico estábamos obligados a detenernos, presa de dudas, y a recurrir acomplicadas gesticulaciones que terminaban en risas cascabeleantes de Galina.Mucho más raramente mías. Frente a Galina me sentía débil, enfermo y sucio; eradolorosamente consciente de mi aspecto miserable, de mi barba mal afeitada, de mis ropasde Auschwitz; era agudamente consciente de la mirada de Galina, todavía casi infantil, en laque un poco de compasión estaba mezclada con una clara repugnancia.Sin embargo, después de unas semanas de trabajo común se había establecido entrenosotros una atmósfera de tenue confianza recíproca. Galina me dio a entender que el asuntode los interrogatorios no era tan serio, que Marja Fjodorovna era «una vieja loca» y secontentaba con que las hojas se le entregasen de cualquier manera con tal de que estuviesencubiertas de escritura, y que el doctor Dancenko estaba ocupado en otros asuntos muydiferentes (que Galina conocía con maravillosa abundancia de detalles) con Anna, con Tanja,con Vassilissa, y que se preocupaba por los interrogatorios «como por las nieves de antaño».Así, el tiempo dedicado a los tristes dioses burocráticos fue disminuyendo, y Galinaaprovechaba los intervalos para contarme su historia, poco a poco, a retazos.Hacía dos años, en plena guerra, en el Cáucaso, donde se había refugiado con sufamilia, había sido reclutada por aquella misma Kommandantur; reclutada de la manera mássencilla, que es lo mismo que ser detenida en la calle y llevada al cuartel general para escribirunas cartas a máquina. Había ido y se había quedado allí; no había logrado liberarse (o másprobablemente, pensaba yo, ni siquiera lo había intentado). La Kommandantur se habíaconvertido en su verdadera familia: había recorrido con ella decenas de millares dekilómetros, por la retaguardia convulsa y a lo largo del frente sin confines, de Crimea aFinlandia. No tenía uniforme, ni denominación ni graduación: pero era útil a sus compañeroscombatientes, era su amiga, y por eso los seguía, porque estaban en guerra y todos debíancumplir con su deber; y además el mundo era ancho y variado y es hermoso recorrerlocuando se es joven y no se tienen preocupaciones.Preocupaciones Galina no las tenía, ni sombra de ellas. Se la veía por las mañanasyendo al lavabo, con un saco de ropa interior sobre la cabeza y cantando como una alondra; oen las oficinas del cuartel general, descalza, escribiendo a máquina como un tornado; o losdomingos paseando por las murallas, del brazo de un soldado, nunca el mismo; o por lastardes en el balcón, románticamente extasiada, mientras un suspirante belga, desenfrenado,la rondaba con la guitarra. Era una chica campesina, despierta, ingenua, un tanto coqueta,muy vivaz, no especialmente culta, no particularmente seria; pero en ella se sentía obrar lamisma virtud, la misma dignidad de sus compañeros-amigos-novios, la dignidad de quientrabaja y sabe por qué, de quien combate y sabe que tiene razón, de quien tiene la vida pordelante.A mediados de mayo, pocos días después del fin de la guerra, vino a decirme adiós. Seiba: le habían dicho que podía volverse a casa. ¿Tenía el salvoconducto? ¿Tenía dinero para eltren? «No», me contestó riendo, «njé nada, no hay necesidad, siempre puede una pasarse sin
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esas cosas». Y desapareció, sorbida por la vacuidad del espacio ruso, por los caminos de supaís sin fronteras, dejando tras de sí un olor áspero a tierra, a juventud, a alegría.Yo tenía también otras ocupaciones: ayudar a Leonardo en el ambulatorio,naturalmente; y ayudar a Leonardo en la lucha cotidiana contra los piojos.Este último servicio era necesario en aquellas tierras y en aquellos tiempos en que eltabardillo serpenteaba endémico y mortal. El encargo era poco atractivo: teníamos querecorrer todos los barracones y decirle a todo el mundo que se desnudase de medio cuerpopara arriba y nos enseñase la camisa, en cuyos pliegues y costuras los piojos suelen hacer susnidos y poner huevos. Ese tipo de piojos tienen una manchita roja en el dorso: según unabroma que repetían incansablemente nuestros pacientes, si se la observase con una lupaapropiada se vería que estaba formada por una diminuta hoz y un martillo.Decían también que eran la «infantería» mientras que las pulgas eran «la artillería»,los mosquitos «la aviación», las chinches «los paracaidistas» y las cucarachas «los zapadores».En ruso se llaman «vsi»: me lo enseñó Marja, que me había entregado otro fascículo en el quetenía que poner el nombre y el número de los piojosos del día, y subrayar en rojo a losreincidentes.Los reincidentes eran raros, con la única excepción notable del Ferrari. El Ferrari, acuyo apellido se añadía el artículo porque era milanés, era un portento de inercia. Formabaparte de un grupito de criminales comunes, que habían sido detenidos en San Vittore, aquienes en 1944 los alemanes habían dado a elegir entre las cárceles italianas y los trabajosforzados en Alemania, y habían elegido lo último. Eran unos cuarenta, casi todos ladrones obuscones: formaban un microcosmos cerrado, variopinto y turbulento, perpetua fuente decomplicaciones para los jefes rusos y para el contable Rovi.Pero el Ferrari era tratado por sus colegas con un desprecio evidente y porconsiguiente se encontraba relegado a una soledad forzada. Era un hombrecillo de unoscuarenta años, delgado y amarillento, casi calvo, de expresión ausente. Se pasaba los díasechado en su jergón y era un lector infatigable. Leía todo lo que le caía en las manos:periódicos y libros italianos, franceses, alemanes, polacos. Cada dos o tres días, cuandopasaba haciendo la inspección, me decía: «He terminado ya el libro. ¿Puedes prestarme otro?Pero que no sea ruso, sabes que el ruso no lo entiendo bien». Y no era un políglota, eraprácticamente analfabeto. Pero «leía» todos los libros, de la primera línea a la última,identificando con satisfacción cada letra, pronunciándola a flor de labio, y reconstruyendotrabajosamente las palabras, cuyo significado no le interesaba. Con eso tenía suficiente: lomismo que en distintos niveles, los hay que experimentan placer al resolver crucigramas,integrar ecuaciones diferenciales o calcular las órbitas de los asteroides.Era, por consiguiente, un individuo especial: y me lo confirmó su historia, que mecontó de muy buena gana y que recojo aquí.-Durante muchos años fui a la escuela de ladrones de Loreto. Tenían un maniquí concampanillas y una cartera en el bolsillo: había que sacarla sin que sonasen las campanillas y yonunca pude hacerlo. Y no me dieron nunca licencia para robar: me ponían a hacer la guardia.He hecho la guardia dos años. Se gana poco y uno se arriesga: no es un buen trabajo.»Pensando y pensando un buen día pensé que, sin licencia o con ella, si queríaganarme el pan tenía que hacerlo por mi cuenta.»Eran tiempos de guerra, de despoblación, de contrabando, de montones de gente enlos tranvías. Fue en el 2, en Porta Ludovica, porque por aquella parte nadie me conocía. A mi
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lado había una con un bolso grande; en el bolsillo del abrigo, se notaba al tacto, llevaba lacartera. Preparé el sacaño, despacito...Tengo que abrir aquí un paréntesis técnico. El sacaño, me explicó el Ferrari, es uninstrumento de precisión que se obtiene partiendo en dos la hoja de una maquinilla deafeitar. Se usa para cortar los bolsos y los bolsillos, por lo que debe ser muy afilado. Tambiénsirve a veces para acuchillar, en los lances de honor; y, por eso, de los acuchillados se dicetambién que los han «sacañado».»... despacito, despacito, y empecé a cortar el bolsillo. Casi había terminado cuandouna mujer, no la del bolsillo, entiendes, sino otra, se puso a gritar «Al ladrón, al ladrón». A ellano le estaba haciendo nada, no me conocía, y ni siquiera conocía a la del bolsillo. Ni siquieraera de la policía, era una con la que no iba nada. Pues el hecho es que el tranvía se paró, mepescaron, fui a dar a San Vittore, de allí a Alemania, y de Alemania aquí. ¿Lo ves? Mira lo quepuede pasar por tomar ciertas iniciativas.Desde entonces, el Ferrari no había vuelto a tomar iniciativas. Era el más sumiso y elmás dócil de mis pacientes: se desnudaba en seguida y sin protestar, enseñaba la camisa conlos inevitables piojos, y a la mañana siguiente se sometía a la desinfección sin adoptar aires depríncipe ofendido. Pero al día siguiente los piojos, no se sabe por qué, allí estaban otra vez. Élera así: ya no tomaba iniciativas, no hacía resistencia ni a los piojos.Mi actividad profesional me proporcionaba al menos dos ventajas: el «propusk» y unamejor alimentación.La cocina del campo de Bogucice la verdad es que no era escasa: nos asignaban laración militar rusa, que consistía en un kilo de pan, dos sopas diarias, una «kasa» (que escomo un cocido con carne, tocino, maíz y otras verduras), y un té a la rusa, diluido, abundantey azucarado. Pero Leonardo y yo teníamos que remediar los estragos provocados por un añode Lager: teníamos siempre un hambre incontrolada, en buena parte psicológica, y la raciónno nos bastaba.Marja nos había autorizado a comer la comida del mediodía en la enfermería. Lacocina de la enfermería la llevaban dos «maquisardes» parisinas, obreras ya de edad,supervivientes del Lager ellas también, donde habían perdido a sus maridos; eran mujerestaciturnas y llenas de dolor, sobre cuyos rostros prematuramente envejecidos lossufrimientos pasados y los recientes aparecían dominados y contenidos por la enérgicaconciencia moral de los combatientes políticos.Una, Simone, nos servía la mesa. Nos ponía primero sopa una vez y luego otra.Después me miraba, como con aprensión:
«Vous répétez, jeune homme?»
, yo asentíatímidamente, avergonzado de aquella voracidad de animal que tenía. Bajo la mirada severade Simone raramente me atrevía a «répéter» la cuarta vez.En cuanto al «propusk», era más bien un signo de distinción social que una ventajaespecífica: en realidad cualquiera podía perfectamente salir por el agujero de la alambrada ymarcharse a la ciudad tan libre como un pájaro. Así hacían por ejemplo muchos de losladrones, para irse a ejercer su arte en Katowice, y aún más lejos: no volvían, o volvían alcampo varios días después, muchas veces contando cualquier otra hazaña, ante laindiferencia general.Con todo, el «propusk» permitía dirigirse a Katowice evitando la larga vuelta entre elfango que circundaba el campo. Con la recuperación de las fuerzas y con el buen tiempotambién yo sentía cada vez más viva la tentación de lanzarme al descubrimiento de la ciudaddesconocida. ¿De qué servía haber sido liberados si seguíamos pasando los días dentro delmarco de una alambrada? Además, la población de Katowice nos miraba con simpatía, y senos había concedido entrada libre en los tranvías y en los cines.
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